jueves, 31 de enero de 2013

Historia de las calles 5: Ribera de Curtidores y la zona de "El Rastro"

Placa de Azulejos indicador
de la Ribera de Curtidores

Ribera de Curtidores y "El Rastro"

En lo que es el Rastro y sus alrededores no hay más que una calle amplia que es como un gran río al que afluyen riachuelos de poco volumen y estrechez de cauce, calles muy traídas y llevadas por la fama de sus casticismo. Casticismo, en el que la Ribera de Curtidores no se queda atrás, al contrario, está a la cabeza de los castizales y lo ha estado siempre. Y este puesto se lo ganó a pulso. Probablemente es la calle madrileña más conocida en todo el mundo, porque muy raro habrá sido el extranjero que no se haya dado una vuelta por El Rastro, sobre todo, si su estancia en la villa coincidió con un domingo. Las mañas de los domingos, la ribera de curtidores abre sus salones. Saca sus trastos a la calle y le salen al paso al visitante. Trastos viejos y nuevos, porquería y ricos objetos de toda clase. Pocas gangas. Mucha baratija camuflada y sin camuflar. Profusión de antigüedades de antes de ayer que dan el pego a los ingenuos.
Puesto de venta en plena Ribera de Curtidores. ©Vizuete

El Rastro, la Ribera de Curtidores especialmente, es un inmenso salón que encierra un aire semejante a las estancias donde se juega a juegos de azar. La ruleta, pongo por el más atractivo, con su aliguí de pagar el pleno, esto es, el acertar un número, treinta y cinco veces la cantidad arriesgada. En el Rastro, el ganar un pleno es algo como encontrar un objeto de auténtico valor desconocido por el vendedor. Como es de suponer, el adquirir una pintura de Goya por 10 Euros o un Greco por 15 pavos, es algo que ha pasado para no volver. 

El Rastro actual es una palpable demostración de la enorme fuerza que conserva la literatura. Todo en El Rastro de hoy es literatura. La mayoría de la parroquia acude por sugestión literaria. Compran inutilidades por el afán de decir "Fijaros lo que compré el domingo en El Rastro. De esto ya no se ve por el mundo..." Y a los pocos días se lo encuentran en un escaparate de la calle de Serrano. 

Puesto de venta de regalos. ©Vizuete
La Ribera de Curtidores no deja de tener interés fuera de la bulla de las horas comerciales. El silencio se pasea por su ámbito, envuelto en soledad. Soledad y silencio que, si nos detenemos, nos traen unas resonancias de ruidos lejanos, como gritos amortiguados. Nos traen unas como sombras que se agitan a nuestro alrededor. Sombras que suben y bajan por la cuesta de la ribera, que primitivamente fue acomodo de los curtidores de las pieles que procedían del matadero de cerdos, situado en lo que hoy es plaza de Vara del Rey, antiguo cerrillo del Rastro, que es un altozano que se elva al comienzo de la Ribera.
Monumento a Eloy Gonzalo "Cascorro" ©Vizuete

Más que Ribera debiera llamarse cuesta de los Curtidores porque su desnivel desde la cabecera a la 
Ronda de Toledo es bastante pronunciado. Tal vez una de las cuesta más pinas que quedan en Madrid. A mí más me complace subirla que bajarla. Ascender despacio con la mirada vagabunda escudriñadora de las fachadas de las casas y el interior de los comercios, todos acogidos al tipismo de la típica barriada de los Madriles. Allí, en lo lato, se columbra como un faro la estatua de Cascorro, monumento que no se sale de lo vulgar y que, sin embargo, es como una especie de diosecillo titular y protector de un pedazo de la villa. 


Placa de azulejos indicador de la
Calle de Embajadores

Calles de Embajadores, San Millán y de Las Maldonadas


Después de la Ribera de Curtidores, la más importante calle del Rastro es la de Embajadores, que antaño terminaba en el portillo del mismo nombre, hoy prolongada hasta el conocido por barrio de la China. En la calle de Embajadores, antañona y clásica, tres grandes edificios, muy dispares, descuellan del restante caserío, formado por alguna casona nobiliaria y casas de vecindad de arquitectura tirando más a lo humilde que a lo suntuoso. Estos tres edificios son: la iglesa de San Cayetano, la Inclusa y la antigua fábrica de tabacos. Barroca la iglesia, con arreglo a estilo barroco creado por José Churriguera y Pedro Ribera. De trazo sencillo y exento de arrequives la Inclusa y la antigua fábrica de Tabacos. 
Iglesia de San Cayetano ©Vizuete
Churriguera y Ribera, sobre todo el primero, fueron los más ilustres propagadores del estilo barroco en las obras arquitectónicas que realizaron en Madrid. Uno se queda perplejo. Uno no sabe a qué carta quedarse. ¿El barroco es feo o bonito? Lo barroco ha sido ensalzado y denigrado con excesiva pasión desde el mismo momento que se extendió por Madrid. Quizá sea ahora -hablo de un ahora de hace años- cuando su valoración le es más favorable. Un madrileño, dedicado  con amor y conocimiento al progreso y embellecimiento de su Madrid, que entonces no pasaba de ser un poblachón, Ramón de Mesonero Romanos, denigra al barroco a lo churrigueresco, como entonces se le motejaba, con grande encono y saña. La portada del Hospicio de la calle de Fuencarral le parecía horrorosa. Hoy rinde la admiración de los más y de los mejores. Lo barroco de San Cayetano no se puede apreciar bien por lo angosto de su emplazamiento, pero su traza es una de las más interesantes de los templos madrileños.
La fábrica de Tabacos se construyó en 1790 para la producción de licores y aguardientes de efímera vida, pues no llegó a los veinte años, puesto que el día 1 de abril de 1809 se inauguraba la elaboración de cigarros, cigarrillos y rapé, y no se crea que con poco empuje, pues 800 obreras constituyeron la plantilla de la nueva fábrica. Pronto estas operarias tabacaleras fueron famosas en Madrid por sus arrestos y brío de mujeres de rompe y rasga que tanto juego dieron en los Madriles románticos del siglo XIX. El fin del romanticismo fue también su final. La mujer de rompe y rasga rompía entuertos, rasgaba malandanzas. Eran bravías y tiernas a la vez. Amparadoras del débil, arremetían al fuerte. Las cigarreras formaban un grupo social aparte. Se amotinaban con facilidad. Reinaban a su manera en los barrios bajos, singularmente en éste del Rastro. Daban que hablar a los periódicos. Daban que hacer a los "guindillas", los guardias de aquella época, mitad de sainete, mitad dramáticos... Y ahora han caído en el olvido, en el anónimo, en lo gris de un menester laboral. Por la calle de Embajadores, a la salida de la fábrica, ya no circulan en bandadas algareras con ínfulas de poderío y talante de reinas de lo popular. La anulación de la personalidad, su entrega papanatista a lo extranjero, terminaron con lo picaresco y lo pintoresco de la majeza de las cigarras. Actualmente, la antigua fábrica de tabacos, que fue cerrada a finales del pasado siglo, se convirtió en el año 2007 en Centro Nacional de las Artes Visuales, los grandes espacios de la planta baja y sótanos del edificio han sido divididos en dos áreas. Una de ellas (TABACALERA, espacio PROMOCIÓN DEL ARTE) es gestionada por la Subdirección General de Promoción de las Bellas Artes del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, que desarrolla un programa permanente de exposiciones temporales y de actividades en torno a la fotografía, el arte contemporáneo y las artes visuales. El resto del espacio, ha sido cedido por el ministerio al Centro Social Autogestionado La Tabacalera de Lavapiés, donde se lleva a cabo una programación cultural de diversa índole.

Placa de azulejos indicador de la
Calle de San Millán

Calle de San Millán, 


Comprendida en el cortísimo trayecto de la plaza de Cascorro a la calle de Toledo. Desde el siglo XVI hasta el 1868 existió en esta callecita, primero una ermita y luego una iglesia dedicada a San Millán. Arquitectónicamente, tanto la ermita como la iglesia eran poca cosa. La iglesia cobijó una escultura de Jesucristo, conocida por el Cristo de las Injurias. Una leyenda aseguraba que una familia de judíos se entretenía en dirigirle insultos, blasfemias, vejámenes de toda índole, terminando por prenderla fuego, destruyéndola. Los fieles encargaron otra y guardaron en el cuerpo de la nueva las cenizas de la quemada. Cuando la revolucíon de 1868, que derribó del trono a Isabel II, le tomó el gusto a los derribos y destrozó templos y conventos. Una de las iglesias que desaparecieron fue la de San Millan y en su solar se edificó una casa, y en ella se abrió el café de San Millán, uno de los más bonitos que han existido en la villa y que fue refugio de tertulias femeninas, formadas unas por cigarreras y otras por verduleras del vecino mercado de la Cebada. 
El café de San Millán resumió en los años de auge de su vida el ambiente de toda la barriada del rastro. Su concurrencia era heterogénea y al mismo tiempo uniforme. Allí estaban representados todos lo tipos que por el Rastro deambulaban y que aqué sería prolijo enumerar y que, relacionada está, de manera insuperable por D. Ramón Gómez de la Serna. Compradores y vendedores se mezclaban, pero no se confundían. Compradores y vendedores que nada tenían que ver con los que compraban y vendían en los comercios corrientes. Un vendedor del Rastro se estima un artista porque vende cosas absurdas. Por ejemplo, tornillos mohosos y desgastados. ¿Para qué sirve un tornillo mohoso y desgastado? Absolutamente para nada. ESto lo sabe todo el mundo, menos los compradores y vendedores del Rastro. 

Placa de azulejos indicador de la
Calle de las Maldonadas

Calle de las Maldonadas

Bien cortita es esta calle, que une la plaza de Cascorro con la calle de Toledo, la más directa comunicación del mercado de la Cebada con el Rastro. Por esta razón su bullicio es muy intenso durante el día. La calle de las Maldonadas no se parece en nada a la carrera de San Jerónimo y, sin embargo, la recuerda en el trajín de la gente que va y viene.
Las Maldonadas fueron dos hermanas, beatas las dos, y muy corretonas, siglos ha, por estos andurriales. Esta clase debeatas hace ya tiempo que desapareció. ¿Qué papel representaban? Rezar, chismorrear, zascandilear infatigablemente. Vestidas de beatas, un pergeño inventado por ellas, mitad seglar, mitad monjil. Pertenecián a la Venerable Orden Tercera. Tenían fama de lindos semblantes, que ocultaban con espesos velos.
Grafiti realizado en la valla que separa el solar del antiguo polideportivo
y la plaza de la Cebada. ©Vizuete

Un mozo de cuerda, de los que ya tampoco existen, y que antes pululaban por el Rastro para acarrear los portes voluminosos y que en cuanto le salía uno, se bebía su importe, modestísimo importe, más que de prisa encogorzándose rápidamente y se iba a la calle de las Maldonadas, según él, a echar un párrafo con las dos beatas. Y a al volver a la taberna decía con mucho aplomo:
-Me han dicho las Maldonadas que por el cielo no ocurre novedad, que todo está tranquilo y que San Pedro lleva unos días de buen humor... Chico, ponnos de beber. Son buenas mujeres las Maldonadas.
Este mozo de cuerda era de los mejores tipos del Rastro.
Placa de azulejos indicador de la
Plaza del General. Vara del Rey 

Cerrillo del Rastro. 

Lo que hoy es plaza del general Vara de Rey -que se distinguió en la guerra de Cuba- y se denominó hasta principios del siglo XX Cerrillo del Rastro. Y un cerrillo es, en efecto, al que es preciso subir un buen trecho si se parte de la Ribera de Curtidores. La plaza no es pequeña. Desde los balcones del edificio municipal, allí construido, se domina todo el Rastro y se puede comprender cómo es la configuración de este paraje tan madrileó.
Edificio municipal, antigua Casa de Socorro y actualmente escuela
mayor de Danza. © Vizuete
Según la autorizada opinión de un competente estudioso de temas matritenses, el ilustre director de la Hemeroteca Municipal, Miguel Molina Campuzano, el ámbito del Rastro empezó a poblarse en el siglo XVI. Y dice Molina Campuzano:
"Se trató de uno de los barrios modestos madrileños denominados 'bajos', no precisamente por su posición social, sino por emplazamiento en relación con el resto del casco urbano contemporáneo, por razones topográficas en suma."
Cierto es que la expresión barrios bajos se ha empleado y se emplea en un sentido despectivo totalmente injusto y falto de veracidad, porque si bien no puede negarse que en su origen estos andurriales, situados en un extremo de Madrid, albergaron "establecimientos insalubres, incómodos, peligrosos y mal considerados. Así, la calle de la Arganzuela fue llamada también de la Mancebía. La presencia del matadero del Rastro justificaba las denominaciones de la calle del Carnero, animal que en gran medida allí se sacrificaba para el consumo local, y de "las Velas", que con el sebo de aquellas se fabricaban. Tras de haber permanecido durante generaciones en lugares que ya se habían hecho más céntricos, allí se hubieron de establecer las incómodas tenerías que utilizaban los curtidores. Con la posible excepción de algunas personas acomodadas o de un ingenio destacado (Juanelo), la mayoría de los habitantes ejercía artesanías y oficios humildes. Calle del Bastero, calle de los Cabestreros y los que allí existían eran establecimientos bien modestos; calle del Mesón de Paredes, Calle del Ventorrillo, Calle del Tribulete, etc.
Poco a poco el carácter, el ambiente, el aire del Rastro fue transformándose hasta adquirir el actual. Pero esta transformación no ha terminado. Puede decirse que está en continuo movimiento. Diferencia va del Rastro que ha conocido uno en su juventud del actual. Este incesante cambio no afectó a su esencia, si fiel a su tradición, fidelidad que es a mi juicio lo que, en general, Madrid ha perdido.
Echemos un vistazo, porque no merecen más detenimiento, a las tres calles de Mira el Río Alta, Mira el Río Baja y Mira el Sol. Son tres calles humildes y oscuras. Las tres tienen la misma etimología. En unas lluvias muy copiosas y seguidas, que desbordaron el Manzanares, allá por los años del mil cuatrocientos, la gente decía desde estas alturas, que abarcaban dilatado horizonte ¡Mira el río! ¡Mira el río! Y cuando ceso el temporal de agua gritaron alborozadas ¡Mira el sol! ¡Mira el sol!


Placa de azulejos indicador de la
Calle de Carlos Arniches
Placa de azulejos indicador de la
Calle de López Silva
La calle del Carnero no nos dice nada y nosotros tampoco tenemos nada que decir de ella. Es una calle de relleno. En cambio conviene que nos detengamos en dos saineteros que fueron vecinos en el menester literario, esto es, en el costumbrismo de lo popular madrileño, parejos en el donaire, similares en el ingenio, hábiles pintores de tipos, creadores en parte del lenguaje que prendió en el pueblo, confundiéndolo con el de la inventiva popular. Estos dos escritores se llamaron José López Silva y Carlos Arniches y sus preclaros nombres rotulan hoy las antiguas calles del Peñon y de las Velas.  Y esta detención y atención que hacemos es debida no a su trazado y contenido, que es anodino y sin historia, sino a la resonancia de los nombres que les ha asignado con todo acierto el Ayuntamiento, notoriedad nacida en los barrios bajos, pero extendida no sólo por toda España, sino también por la América hispana.
Arniches y López Silva fueron los más insignes libretistas del género chico, entonces en gran auge, hoy desaparecido, y fueron asimismo los creadores de la intensa y extensa fama de los barrios bajos -López Silva tiene un libro así titulado-, cuya idiosincrasia supieron captar desde lo profundo de sus raíces a la punta de sus ramas.

Plaza del Campillo del Mundo Nuevo

Lindando con la ronda de Toledo, frontero a lo que fue fábrica del gas, ya trasladada de lugar hace mucho, se halla un espacio libre de construcciones al que no puede llamarse con propiedad ni plazuela, ni plaza, ni jardín, aunque participe de las tres denominaciones. El campillo del Mundo Nuevo. Nombre que reputo sonoro y bello. La leyenda de su origen tampoco es manca. En la calle del Peñón, hoy de Carlos Arniches, allá por los años del mil quinientos, existía en efecto un gran peñón de tierra que ocupaba buen espacio de su trazado y la chiquillería de los alrededores descubrió que detrás de las ruinas del peñón quedaba dilatado terreno, y recordando alguien el reciente descubrimiento de América, lo bautizaron el campillo del Mundo Nuevo.
Vista del edificio principal de la Plaza del Campillo ©Vizuete








Fuente: Madrid, 1979 (Espasa Calpe)